
Llegué. De noche. Cansado. Pobre. Débil. Unido, pero con lo justo. Y soy un cuerpo. Y me tenía que hacer algo de cenar. Un omelette, que me sale tan bien, tan propio. Cuando uno crea algo, se saca una parte de sí mismo y le da vida propia afuera de uno. Y tiene toda la vida para mirarse a uno mismo al mirar eso que creó. No sé si tanto. Lo que sí sé es que la idea de hacer algo que uno sabe que hace bien, es una gran estrategia para volver a uno. Pero antes de cocinar tenía que poner música. Le puse a la bolita paraguaya, que no sé donde aprendió a leer cds, un disco copiado. Robado, si querés. Tuve a penas un instante para sentirme un auténtico ladrón de arte. Simplemente quería la música (será que es eso lo que quiere un auténtico ladrón de arte). Y no es un disco triste el que puse. Acaso un disco para aprender a estar colgando de un hilo sin soltar la belleza que el mundo no deja de tener ni por un instante. Pero lo que sí es, es un disco profundo, y no sé si oscuro, pero por lo menos sombrío. No. Sombreado digamos. ¿Un disco para espíritus espeleólogos? Sí, no sé, no importa. Cuestión, que es copiado. Porque me lo bajé. De algún árbol o de alguna nube. No sé ya ni de dónde, pero hace un tiempo me baje este disco para drenar la tristeza y el enojo y volver a mí. Y la bolita no me lo lee. Como no estoy para pataleos, mucho no insistí porque sabía que no había caso. Puse otro. Original, desde la perspectiva legal por lo menos. Y lo lee. Y ya suena. Y me gusta también, eh. Pero no es el que yo quería. Y me voy a cocinar, como dije, ese omelette que todavía no existe. Y solo quería decir, para que quede claro, que esta noche fría de otoño no estoy escuchando el disco que quiero escuchar. Eso.